domingo, febrero 27, 2005

Sin más...(Iñaki)


Imagen: Bastien Pons


Es mi vida
lucha incansable contra tormentas,
mares alocados, olas sin destino,
sueños huérfanos...

Vida, te ordeno
reposo, calma, serenidad,
para las huellas ya pisadas
que sólo el tiempo suprimirá
para dejarme andar otra vez...

Vida, aquella melancolía infinita
me llevó a sentir una dolorosa dulzura
desperdiciando tanto amor,
que duele, duele, duele...

Vida, manifestar con voz tranquila,
segura, tibia y calmada,
que en mi caminar aunque con los pies atados
nunca dejé de luchar...

Vida, vivo por ellos...

IÑAKI

jueves, febrero 24, 2005

Nunca es tarde

(Dedicado a esos niños...)


La tarde se convierte en oscuridad. Los silencios y las luces se apoderan de una ciudad castigada por el ruido de los coches. En un pequeño piso del centro de Gijón…

- Madre, es hora que se acueste – le dijo agarrándole la mano con ternura.
- No, espera. Espera, hija. Ahora que estamos a solas, quiero contarte algo antes de dormir. Sé que ya no tengo mucho tiempo y no quiero marchar con esta pena.
- No tienes nada que contarme, todo está olvidado. Hace años borré la memoria, y regresé a España para recobrar mi identidad y mi familia. Lo demás, aunque sé que quieres hablar de ello, no importa.
- Ya, ya lo sé…Nunca tuve un regalo mejor que el volverte a ver, a ti y a tus dos hijos, aunque a estos, sólo haya sido a través de fotografías. Espero que algún día, antes de morir, vengan desde Rusia a conocer a su abuela – un suspiro entrecortó la voz cálida de la madre, quien sujetaba la mano tendida de su hija.
- Seguro, madre. No te preocupes…Pues, venga…¡A la cama!, qué ya te está esperando tu marido en el quinto sueño.
- No, aguarda. Me he propuesto que hoy sea el día de liberar esta carga. Quiero que conozcas toda la verdad, toda…- se levantó sujetándose en su bastón, caminó con fragilidad desapareciendo por unos instantes. De regreso, traía un sobre cerrado que le tendió con signos expresivos del amor que le profesaba.
- ¡Mira que eres terca!, traiga…
- Hija, esta carta que ahora vas a leer es parte importante de mi vida, espero que me sepas perdonar…

En el exterior del sobre sólo aparecía un breve texto: “A mi hija”. Lo abrió con suavidad, se dispuso a leer en voz alta:

Querida, hija:
La vida nos ha vuelto a reunir ahora que ya somos mayores, muy mayores. Ha sido una recompensa, un premio tras los muchos años en que hemos estado separadas. Siempre te quise como a nadie en este mundo.
Sabes que me estoy muriendo. Mi corazón se va apagando lentamente por la edad. Mis noventa y cuatro años son suficientes para decir con fuerza que he vivido, quizás, más de la cuenta. Y, antes que todo termine, antes que tus visitas se conviertan en ramos de flores depositados en una lápida, quiero narrarte cómo sucedió todo, por qué te embarqué en ese barco, por qué te separé de mi.
Corría el año 37, tú eras una niña especial: avispada, lista como la que más, ocho años de alegría y de futuros. Vivíamos en el Gijón expectante. Las noticias de la guerra no cesaban, era un continuo decir y no decir. Las tropas franquistas se acercaban sin recesos apoyados por la aviación nazi. El miedo era el pan que comíamos todos los días. ¡Ay, hija!, cuanto miedo.
Me acuerdo que parábamos en una pequeña habitación alquilada. ¿Cuánto trabajo me costó convencer a la pobre Soledad y a su marido? Me preguntaban frecuentemente por el paradero de mi marido, al igual que tú, recuerdo cuántas veces me decías: “Madre, cuándo regresa papá”. Yo os esquivaba con la monserga de siempre: “Marchó a Barcelona, pronto estará con nosotros”. Pero la verdad era bien diferente, muy diferente.
No hubo marido, no hubo padre, no hubo hombre. Hija, vinimos a Gijón huyendo de las miradas y las descortesías e insultos de los vecinos y familiares de Noreña, nuestro pueblo. Me quedé embarazada muy joven de un hombre equivocado. Él era casado y ya tenía dos hijos. Yo era una mujer enamorada, y por amor, sucumbí a los tentáculos de una persona despreciable. Cuando supo de mi estado, todo se acabó, y por más que intenté convencerlo para que dejara a su familia, me fue imposible. Si quieres conocer más detalles de tu verdadero padre, sólo tienes que preguntármelo, pero, ahora, no quiero recordarlo en estas letras.
Los días eran muy duros, se avecinan terribles tiempos: una guerra, desolación, hambre, saqueos,…Trabajaba en todo aquello que me dejaban, pero no nos llegaba. Nunca olvidaré a Soledad, gracias a ella podía salir al amanecer y regresar cuando tú ya dormías. Te cuidó como si fueras su propia hija.
A través de una compañera, supe que estaban organizando la salida en barco de los hijos de los políticos, de los simpatizantes de la izquierda, de la gente de bien, hacia países extranjeros. Y vi una oportunidad para salvarte del horror que sobrevolaba nuestras costas, aún sabiendo que ésta no fue la principal razón, más bien fue, mi falta de rebeldía contra el sistema y por ello no me perdonaré nunca. Ante mis ojos se abría una senda para iniciar una nueva vida. Era joven, muy joven, con todo por delante para darte, pero necesitaba una voz masculina. No sé si lo comprenderás, eran tiempos muy difíciles y arcanos. Ningún hombre me hubiera aceptado con una hija.
Lo calculé metódicamente todo; pensé que tendría tiempo suficiente para encontrarte un padre adecuado, y sí, tuve más que el necesario. Malditas las guerras, malditas las armas. Cuando ya estaba todo previsto para tu regreso, un maldito tren te alejó aún más de mis manos, y gracias a él, no sé qué te hubiera pasado con la barbarie nazi en tierras soviéticas.
Por aquél entonces, yo había conocido a Manuel. Ese hombre que me acompaña y al que tú le das las buenas noches cuando vienes. Él me abrió los brazos, y al confesarle tu existencia, no puso objeción alguna, todo lo contrario. A los cuatro años de tu partida contrajimos matrimonio y siempre, desde entonces, se ha considerado tu verdadero padre. Así te lo hice creer. Gracias, hija, por tus buenas maneras y afectos hacia él. No hay hombre con corazón más grande, no hay persona que nos haya querido más que él.
Sigo contándote, mi niña.
Una amiga mía, Mercedes, contactó con una profesora, Doña Consuelo, quien viajaría con vosotros. Ella tramitó tu salida hacia Leningrado, inscribiéndome previamente en la izquierda republicana.
Y llegó el momento, un 23 de septiembre de 1937, el día más triste de los muchos que he vivido, mucho más que el día que ingresé en la cárcel de Saturrarán, mucho más. Todos los aniversarios de tu marcha he vuelto al puerto de El Musel. Todos los años he derramado las mismas lágrimas que aquel día.
A partir de entonces nuestros contactos fueron a través de las innumerables cartas, ¿te acuerdas, verdad? Y esta es…

Plegó las tres últimas cuartillas que le quedaban por leer, las depositó en la mesa. Se acercó a su madre dándole un efusivo beso en la mejilla.
- Madre, gracias. No quiero saber nada más… Y ahora, déjeme ayudarla. Le acompaño hasta su cama, mi padre la espera – le dijo con un cálido tono de voz.
José Daniel

miércoles, febrero 23, 2005

Luna llena


Imagen: Matt Lombard
El sabor de la noche es el sabor de la vida. La sangre, en su viscosidad, es una súplica muy dulce para mi paladar. Elijo la víctima, la observo, la contemplo y me lanzo a degüello; las demás corren despavoridas a un buen recaudo. Ellos, aterrados, salen en busca y captura, pero no me ven, aún estando tan cerca. Todo tacto quema en estas circunstancias, pero esta noche vuelve a ser luna llena.
José Daniel

domingo, febrero 20, 2005

Detrás de la cortina

Me acerco
a través de sus aguas
buscando un instante, un céfiro
que señale la dirección de mi voz.

El sol
se desvanece en lágrimas
mientras recluyo mi cobardía material
en un bosque de espesuras arcaicas.

(Detrás de la cortina todo lo que queda
es murmullo y ambigüedad).

José Daniel.

miércoles, febrero 16, 2005

Confidencias diarias...

Charles Bukowski
Los coches van y vienen. La ciudad despierta cansada, monótona, triste, anárquica: mujeres con la cesta de la compra, niños y mochilas con ruedas, un municipal dirigiendo el tráfico, ancianos en busca de energía solar para una tarde de soledad y tabaco, el kiosco se carga de nuevo con best-seller amarillos, guías prácticas, ceniceros, alcobas diminutas, sellos, dedales, misterio. En una acera…

- ¿No has visto a Joaquín, el carnicero, con una morenita de la mano?- le dice una mujer de mediana edad a otra.
- No, hoy no le he visto.
- Pues, pobre Matilde, lleva bien puestos los cuernos y no se ha enterado. El muy fresco iba radiante, con la cabeza bien alta. Yo creo que querían dejarse ver- gesticulaba con grandes ademanes haciendo parodia de lo visto.
- ¿Quién es Matilde?- pregunta con cierta incertidumbre la interlocutora.
- Su mujer, aquella desdichada que encima de llevar gran parte de la carnicería, le limpia, cocina y le aguanta, y es que, todos los hombres son iguales. Te descuidas un poco y zas…- sentencia con un sonido gutural la mujer que presume de exclusiva del mundo mundial.
- Ya lo sabes, mujer. No es nada nuevo, pero como me pase a mi, yo le corto los huevos. Te lo juro por lo más sagrado, que son mis hijos.
- ¡Ay, estos hombres…! Les gusta la carne fresca…- comenzaron a reír las dos, despidiéndose a continuación.

La vida se consume en el barrio entre barras de pan caliente y partidas de dominó interminables. Las viviendas tienen paredes palpables, pero con numerosas ventanas intangibles dejando desnuda la existencia del prójimo: aquél que te da los buenos días, el que te coge la bombona de butano, el que te abre la correspondencia por equivocación, el que te anima, el que vela el cuerpo difunto de tu suegra con lágrimas falsas en la cara, el que bosteza a las seis de la mañana tras una fuerte crisis de tos, la que mueve las sillas todas las noches o se pone tacones de aguja para una jornada de farra, aquel o aquella, que sabe de ti más que tú mismo…

- Joder con el carnicero, el muy jodido, menuda morena se ha echado- comenta mientras colocaba el seis doble para iniciar una nueva partida.
- Ya te digo, ni te cuento. Mi mujer me ha contado que la ha elegido bien joven y que ya no se esconde: pasea por el barrio con la cabeza bien alta, y no es para menos, si fuera yo haría igual.
- ¿Qué sabréis vosotros? Ni caso a vuestras damas. Yo, qué si lo he visto, os puedo contar que la tiparraca está de espanto. ¡Qué pechos, oigan!, ¡qué cintura!, de escándalo, para agarrar como perro de presa- babeaba el tercero en discordia-. Y más, menudo besazo le ha dado antes de entrar en el portal, ¡qué morreo! A saber cómo habrán terminado, bueno, me lo puedo imaginar…-comienza a reír a carcajadas dejando visible una dentadura de negros y grises-. Creo que ha echado a Mati a la puta calle, porque es de suponer…la morenaza llevaba una maleta bien grande. ¡Seguro que le ha dado boleto!, ¡qué cojones tiene Joaquín, el pollo!...
- Ahora el problema que yo veo es la tienda, ¿partirán la pechuga en dos o se lo quedará todo ella, como de costumbre en las mujeres?- tercia un cuarto que no perdía baza.

La luz disminuye, y con ella, la tarde se apacigua, se mansa. Ya no pasean las mujeres, los ancianos enfundan las petancas, los niños disfrazados de moratones y ropas rasgadas, suben con enfado hacia sus hogares. El baño, la cena, el telediario, la espera del hombre que viene del santuario…

- Oye, chaval, ¡ponte cuatro cervezas que paga este mequetrefe!
- Un segundo, un segundito, pero sin chaval- alega el camarero con desgana.
- ¡Mis muertos!, ¡mirar quién viene!- dice uno mientras descarga un pequeño premio en la tragaperras.
- Nada, vosotros como si nada, ¡dejadme a mí!...

Joaquín entra en el bar, observa, reconoce a los mismos de siempre, a los mismos compañeros de naipes, dados, juegos de azar y charlas.

- Paco, ¡ponme cuatro cervecitas, que hoy venimos secos!
- Hombre, Joaquín. No hacía falta que invitaras. Estamos servidos por el momento, ya sabes, el que pierde paga…- le dice el voluntario de interrogador.
- Pero, ¡qué coño dices!...A ti, ni agua…

Se vuelve abrir la puerta del establecimiento, cuatro cabezas se giran al unísono y reconocen perfectamente a la primera, la entrada de Matilde, quien viene acompañada de una pareja: un hombre igual que su marido Joaquín y una morena de órdago a la grande.

- Ya lo veis, somos cuatro, cuatro cañas. Dejadme que os presente a mi hermano gemelo y a su esposa que vienen de Francia.

La noche encierra deudas entre las almohadas, electrodomésticos de última generación, friegas banales de parejas, dolores de espalda, algún jadeo impropio y muchas confidencias diarias…

José Daniel.
14-02-05

http://jdpalma.sensibilidades.com

miércoles, febrero 09, 2005

Dulces sueños

Cerré la puerta. La noche era gélida. El frío había aparecido sin previo aviso. Arranqué mi vehículo con cierta dificultad, no era problema del motor de arranque ni de los calentadores del gasoil, era el hielo que lo apresaba todo. Atrás dejaba mucho, atrás la dejaba a ella en un pequeño albergue. La tristeza se había apoderado de mi persona, helándome más si cabe. Era la primera vez que decidía quedarse junto a sus amigos, dejándome regresar a casa sin un beso de despedida. ¿Estaría en punto muerto nuestra relación? No, no lo creo. Yo siempre la he querido.

Esta reacción inesperada me extrañó mucho porque no tuvimos ninguna discusión previa. El intercambio de palabras había sido nulo durante toda la noche, noche especial para mí. Ella centró sus atenciones en agasajar y hacer reír a todos nuestros amigos, más suyos que míos. La celebración de mis veintiún años no estaba resultando como yo lo había imaginado. Todo se venía abajo. Mis esperanzas de amanecer entre sus brazos serían para otra ocasión, dormiría solo otra noche más.

La pequeña comarcal que conducía a mi pueblo se había convertido en una senda siniestra: curvas brillantes presagiaban una salida de vía inesperada, árboles disfrazados acechaban con sus ramas famélicas, un silbido de viento invernal interrumpía mis sentidos: ninguna estrella, ninguna luz. Cinco kilómetros bastaban, cinco eternos kilómetros para descansar tras la celebración de mi malogrado cumpleaños. Llegué roto a casa.

Un sueño lento me descubría, poco a poco, las últimas imágenes de mi despedida. Me sentía ebrio, cansado, profundamente cansado.

- ¿Dónde vas, Miguel?- me dijo agarrándome la mano-. ¿Dónde vas?, ¿no crees que ya es suficiente por hoy? Acércate a nosotros y para de beber de una vez. Mañana serán dichosos los ojos que te vean.
- Es la penúltima, te lo prometo – contesté entrecortado, dándole a continuación un beso en la mejilla.

La habitación estaba llena, la música era atronadora. Había muchos corrillos alrededor de las estufas, vasos en alto, risas, alboroto, la fiesta estaba tocando su fin. El calor me apresaba, debía ser el alcohol o la condensación del humo del tabaco que agobiaba mi cerebro. Me ahogaba. Me dispuse a marchar con mucho sigilo, no aguantaba más.

- Miguel, ni lo pienses. ¡Dame las llaves, por lo que más quieras, dame las llaves!
- ¿Qué crees, que no soy capaz de llegar a casa? Estoy en perfectas condiciones para conducir – le dije.
- Ya, ni de coña. Y, además, ya no te acuerdas que está todo preparado para pasar la noche en el albergue. ¿Qué van a decir nuestros amigos? Dime…- el rostro le estaba cambiando a un aspecto dictador.
- Yo no digo nada. Si tú te quieres quedar, ahí te quedas. Me largo, no los aguanto.

Ella sabía perfectamente que cuando decidía algo, por muy excéntrica que fuera la idea, siempre la ejecutaba, y aquella decisión estaba tomada. Cerré la puerta.

Me desperté sobresaltado, un sudor frío recorría mis mejillas. No recordaba cómo había llegado a mi cama, sentía un sabor avinagrado en la boca, la garganta agrietada. Encendí la luz, levanté la mirada, había vomitado en el suelo. “Otra vez, maldita sea, otra vez”, me dije. Eran las diez de la mañana, la resaca se reflejaba en mi rostro, el dolor en forma de puyas hirientes golpeaba toda mi cabeza. “Una ducha, sí, una ducha”, pensé.

El vapor empañó el espejo, pero no mis pensamientos. Debía volver al albergue, pedir, una vez más, perdón a Eva. Seguro que ellos, los que se habían quedado, no más de dieciocho, estarían durmiendo. Sería una buena forma de reconciliación: churritos calientes con chocolate para todos ellos. Sería la continuación de mi fiesta de cumpleaños.

Salí a la calle, el hielo cubría el auto, debíamos estar a menos cinco grados. Abrí la puerta y rasqué con un viejo cassette la luna delantera. Arranqué con cierta dificultad.

Mientras conducía mis remordimientos me comían, era mala conjugación el olor a fritanga con los sinsabores de una noche amarga. “Yo la quiero, pero no aprendo”, me repetía.

La carretera seguía frágil, era una auténtica pista de patinaje y me resultó muy difícil llegar al albergue. ¿Cómo pude haber llegado a mi casa?...

Allí estaban los coches aparcados, todos blancos, todos bajo el fuerte carámbano de la noche anterior. No se escuchaba ninguna voz, ningún penitente madrugador a la vista. La puerta estaba cerrada pero sin fechar por dentro, esto me alivió. Abrí…

Una bofetada de aire corrupto me echó para atrás. Entre todos los olores rancios lo pude distinguir: gas.

El silencio lo era todo: sólo se percibía un leve sonido de los calentadores en el ambiente. Una paz sepulcral se había adueñado de los muchos cuerpos diseminados por el suelo. Debajo de los sacos de dormir nadie se movía, ningún ronquido, ningún gesto soñoliento, nada. Todos dormían profundamente. Recorrí absorto la habitación presagiando el horror. Encontré el cuerpo de Eva inerte, su cara no denotaba malestar, todo lo contrario, su bella sonrisa, la misma que me enamoró, estaba dibujada en su rostro.

José Daniel.

sábado, febrero 05, 2005

Mordiscos y obsesiones

Imagen: Magiz Ziks

Hay cruces, heridas sobre pechos,
y cientos de coronas recordatorias
para un cuerpo mudo sin sentido.

Hay lágrimas contagiosas en rostros,
y un silencio que enmaraña el gentío
para un adiós último sin tacto.

Hay un ataúd, una señal clavada,
y dentro un cuerpo descansa
durante estos siglos sin luz.
(Mordiscos y obsesiones impregnan
el aura de la vida)

José Daniel.

viernes, febrero 04, 2005

A un ebrio (a dos voces)

A UN EBRIO

Ebrio
revienta tu ansia
rompe tu copa a mordiscos
masca tus temores
rumia tus recuerdos
peregrina tu sed.
¡Llora!
Anda, llora la niña negra
que no mimaste
¡Ríe!
Anda, ríe con la comparsa
que no bailaste
¡Aspira!
Anda, aspira el ramillete
que deshojaste en tus giros
¡Escupe!
Anda, escupe las ausencias
que nunca recordaste
¡Tambalea!
Anda, tambalea los muros
que silentes te contienen
¡Asquea!
Anda, asquea al cuerpo de la mujer
que desear no supiste.
Ebrio
cardizal de alcohol
pupilas turbias
palabras ahogadas
en una garganta confusa.

Soledad
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Ebrio, ¿qué te hizo más daño: el alcohol o los años?.
Ya lo sé, no me lo digas.
Ebrio, tú y yo somos hermanos.
Un día también lloré por su pérdida y su abandono.
Rompí la máscara; enjuague mis errores en un maldito vaso para poder llorar, reír, escupir...
Al final, cuando mis manos ya no eran mis manos, mis pasos no eran mis pasos, pude acercarme a una imagen de lo que fui, y no hice otra cosa que pedir perdón, porque no supe:
mimar cuando fue el tiempo de mimos, bailar cuando me danzaba caricias al oído, oler un cuerpo cuando su primavera florecía, callar cuando el ambiente era silente, embriagar la sed con su licor de amor.
Ebrio, sólo pide perdón...

José Daniel.
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¿Quién para perdonar?. Suele el alcohol abrazarse a los años, suelen los años refugiarse en el alcohol.
Ebriedad...sobriedad... bordes de la misma herida.
Herida que atraviesa la máscara, la risa, el asco y el llanto.
Toma, toma los deditos de la niña, palpa sus yemas no tienen aún huellas de la vida ... es la seda de la inocencia, te la regalo.
Tómame la mano, te arrastraré en la comparsa y tu cuerpo templará sus acordes, te los regalo.
Huele, delicioso, son gardenias, las flores del encuentro, arranque las hojas de los remordimientos, te lo regalo.
Respóndeme, que te regalo un poema "A SOLAS".

Soledad
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Sólo tú para perdonar.
Si no es así, no quiero respuestas; volveré al infierno de la botella, por ti y tu desamparo. Caminaré por este mundo cruel clavándome cuchillos de desamor, y, beberé hasta caer rendido ante tus ojos rencorosos.
Una cosa más antes que cierres la puerta para nunca más: no quiero regalos, tampoco epitafios.
Perdonar... sólo se perdona al vivo, y yo... yo quizás haya muerto, pero me llevo conmigo algo más que tu imagen...

José Daniel.
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Sobre la abigarrada tierra, anda y desanda un hombre rechazando mis regalos, pidiendo mi perdón ¿Quién es este hombre valeroso y triste?. Se que murmuró su plegaria sincera, se que en el borde del vaso le pareció leer cincelada la sabiduría del olvido, sé que antes de estrechar una mano estrechó su vaso que le apartaba los temores del polvo, del agua , del fuego... sé que oyó la voz interior "el cielo y el infierno están en ti", sé de su alma impaciente buscando alientos, sé que entre sombras azules amaba...
¿Por qué te acongojas? Todo mi ser te perdona ...
¿Por qué te afliges? Anda, recoge mis regalos aún permanecen vivos en el recuerdo...
¿Acaso no ves el tragaluz de mi puerta? Anda, corre hacia está entreabierta aguardando enigmas para ti....

Soledad
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Ese valiente triste, que deambula sin capa ni espada, recoge el ofrecimiento que le señalas, apartando todos sus miedos por correr hacia ti.
Llegaré sin llamar a tu puerta; entraré en silencio cuando tu duermas, y en tu mano, princesa, depositaré dos poemas: el último alegato en la cordura y el primero en la locura.
Si al despertar, tus ojos leen la reflexión del poeta, me quedaré a la
espera. Si al contrario, tus astros se inclinan por la demencia, marcharé
veloz para no salpicar tu honrado corazón.
Así soy yo: la cara y la cruz, el blanco y el negro, no hay intermedios...

José Daniel

martes, febrero 01, 2005

Esmaltes protectores

Asoman filfas en nuestro jardín
y aún no es primavera.

Las noches, amor,
se tiñen ebrias de silencios
desligando gemidos nebulosos
y garúas intangibles de sueños.

Los días pincelan esmaltes protectores,
barnices para porcelanas que deambulan
sobre precipicios de falacias.

La alianza quema,
quema anulares disolviendo efemérides:
marcas de agujas perennes para la evocación
de azules proyectos con propaganda subliminal.

Es hora de romper cáscaras famélicas;
separar arpones de estachas etéreas;
vivir nuestra ansiada libertad sin acritud.

¿Por qué no sincerar palabras
mientras el carámbano seca las mentiras?

(Afloran amaneceres en nuestro edén
y aún no te he hallado...)


José Daniel.



Imagen: Alvin Booth