martes, marzo 15, 2005

Sorpresa


Empezó a sudar, a sentir escalofríos por todo su cuerpo. Comprobó que comenzaba a tartamudear en sus pensamientos. En esos momentos su cara más bien se parecería a un tomate o una sandía de verano. Llevaba siete años casados y, nunca antes, había decidido darle una sorpresa de cumpleaños a su esposa.
- Sí, por favor, quisiera ese conjunto que tienen en el escaparate-, por fin rompió, diciendo lo anterior de carrerilla.
- ¿El conjunto negro?-, contestó una dependienta que seguramente no había llegado a la edad núbil.
- Sí, sí. El negro.
- Pero, ¿qué talla?
- ¿Qué?...
- La talla.
- ¡Ah...! La noventa y cinco, creo.
Salió rápidamente del establecimiento sin comprobar ni siquiera el ticket, dirigiéndose a continuación a su domicilio. Había sido todo un trance, pero ya lo tenía. Sabía perfectamente que por la mañana ella no estaría. Su agenda era completa: clase de aeróbic, café con sus amigas, gestiones varias. Él había solicitado un par de horas libres para asuntos propios y se dispuso a darle una buena sorpresa a su mujer. Nunca antes, nunca jamás, había procedido de tal manera. Colocó el conjunto encima de la cama marital. Notó que su cuerpo se estremecía. Estaba completamente excitado con la simple presencia de las prendas: un sujetador bordado a encaje con una bella flor en el centro, unas braguitas pequeñas que dejaban pinceladas para soñar acontecimientos venideros. Salió contento, deseando volver cuanto antes a casa. “¿Qué cara pondrá cuando vea el detalle?”, pensó.
Pasó el resto de la mañana. Comió en el restaurante de siempre, en la misma mesa de siempre, en la soledad de siempre. Caviló durante toda la jornada acerca de la noche que les esperaba. Siete años de monotonía por su parte, cierta indiferencia por la de ella. Era el momento de comenzar nuevas aventuras, nuevas experiencias y tenían que empezar esa misma noche proponiendo juegos y perversiones diversas. No lo dudó porque su cabeza iba a estallar. No aguantó a que llegarán las ocho. Fingiendo una subida de temperatura, cosa que por otro lado no lo había abandonado desde su salida de la tienda de lencería, habló con el responsable de la oficina:
- No me encuentro bien-, le dijo.
- Bueno, venga. Menudo día llevas, ¡anda márchate!
Caminó raudo hacia su vehículo. Lo puso en marcha. Los semáforos eran obstáculos en sus pensamientos lascivos; los peatones que cruzaban, sin atender las indicaciones viales, eran puntos negros en el discurrir de sus ideas libidinosas. Los maldijo una y otra vez.
Llegó a las seis, dos horas y media antes de lo habitual. Abrió la puerta, avanzó con firmeza, pero sólo llegaban a él ciertos jadeos y suspiros procedentes de su habitación. Al llegar, ella vestía el conjunto sorpresa por el día de su cumpleaños; el otro, acariciaba todo su cuerpo como nunca él fue capaz.
No dijo nada. Salió, igual de veloz, al balcón. Necesitaba aire, mucho aire antes de caer sobre el acerado de la infidelidad.

José Daniel.

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