¡Pobre Juan! Un buen día decidió cruzar aquella puerta maldita, entrada a lo prohibido, a lo desconocido. Fueron años duros: vigilancia, contra vigilancia, apostaderos y muchas horas de sueño.
Llegó el momento que se había marcado; se sentía seguro de sí mismo. En su pequeña mochila: una brújula, un boceto a mano alzada y un crucifijo. Una vez que, la oscuridad cubrió la zona, se despidió de todos nosotros. Algunos intentaron persuadirlo para que desistiera. Otros, bajo un apoyo incondicional, le dimos la mano, y los máximos deseos para que su hazaña fuera un éxito. Si lo conseguía, abriríamos un nuevo camino para futuras escapadas. Sin mirar atrás, se adentró en la gran sala.
Avanzaba lentamente, apartando múltiples obstáculos para no dar rodeos innecesarios. Sabíamos que, tras muchos años de entrenamiento, había alcanzado un nivel altísimo de preparación. Era, sin duda alguna, el mejor impostor de guante blanco y el perfecto elegido.
El tiempo corría en su contra, los primeros reflejos de luz aparecían por la persiana. Allí estaba, a escasos centímetros de las joyas. Sólo, le quedaba trepar y un pequeño salto; lo más preparado, lo más estudiado.
En nuestra alegría y asombro, no nos dimos cuenta del regreso del terrible enemigo. No tuvimos tiempo de darle un aviso de alerta. Estupefactos, oímos: "plaf, plaf,..., ¡otra horrible cucaracha!"
José Daniel.
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