El llanto sigue oyéndose en las márgenes del río, pero ya nadie lo busca.
Un año después del terrible accidente, una familia rota y una administración con síntomas de olvidos prematuros, han dado por finalizada la búsqueda del niño. El simulacro del entierro fue un baño de lágrimas, lágrimas entremezcladas de pena y de rabia. Una escena que llega, incluso, al corazón más insensible con fuerza: una cajita incompleta es introducida en un nicho bañado de flores y coronas, dispuesta a descansar junto a sus padres, todos ellos víctimas de un horrible accidente de tráfico.
El hielo cubre la carretera desde noviembre hasta bien entrado marzo, sus curvas son verdaderas pistas de patinaje y hay muy pocos transeúntes por esta zona. Ningún sonido suele soliviantar la armonía que reina en estos parajes en los meses de invierno. Todo es silencio y paz, aún estando tan cerca de una carretera, quizás, si acaso, una sinfonía natural por el silbar de los juncos ribereños invade, de vez en cuando, el normal sosiego. Vivo aislado por decisión propia. La única choza habitable es la mía, y todos en el pueblo más cercano me tachan de hombre solitario, hosco y extraño. Quizás tengan razón, quizás no, pero a partir del trágico suceso no ha vuelto ser lo mismo porque un llanto sigue oyéndose en las márgenes del río…
Me han perseguido desde que aquel coche se sumergió en las aguas que bañan mis tierras y mi espíritu. He declarado más de diez veces: en el cuartel, ante el juez, ante los micrófonos, ante todo curioso que se ha acercado hasta mis lindes, lugares antes olvidados de la mano de dios. Y a todos ellos, lo mismo: “Yo no sé nada. Ni vi ni sentí nada extraño. Sólo sé que habéis invadido mi espacio”.
La marabunta policial, judicial y periodística no tardó mucho en llegar. Habían aparecido dos cuerpos flotando con claros síntomas de haber sufrido algún tipo de incidente. Buscaban, después, un automóvil y a un niño recién nacido. Y comenzaron las pesquisas hasta que localizaron el coche, pero estaba vacío. Un cuco de bebé seguía sujetado por los pretensores traseros, pero ni rastro del párvulo. Y vinieron buzos con sus lanchas, agentes con perros, cámaras y cronistas, pero pronto se cansaron, pronto se apagaron las luces y las voces, aunque se sigue oyendo un llanto en las márgenes del río…
No siento pena ni culpa, estoy exento de remordimientos. Pudieran tacharme de ogro y cruel, pudieran desearme la muerte, pero cómo iba a deshacerme de él si su mirada me atrapó en un mundo desconocido. Recuerdo lo fácil de su rescate: sólo tuve que seguir el eco de su llanto, y su ocultación no supuso ninguna dificultad: en casa calentito. Lo difícil está siendo su cuidado porque la vida no cesa y pronto preguntará, pronto muchas preguntas y no sabré que contestar.
Lo encontré entre unos matorrales, tan tierno e indefenso. Salió despedido en una de las múltiples vueltas que dio el coche antes de llegar al río. Lloraba y lloraba. Supongo que le faltaba el aroma materno y que aquellos olores a vida nunca habían sido percibidos por su linda nariz. No dudé ningún instante. Lo abracé entre mi pecho y mi chaqueta, lo acurruqué para darle calor. No dudé en llevármelo. Preparé una cunita provisional en una caja de madera. La cubrí con sábanas y una pequeña manta. Avivé el fuego de la chimenea para calentar todos los huecos de mi modesta morada. Le di de comer muy despacio. Una sonrisa se dibujó en su carita y me colmó de felicidad.
¿Por qué nadie sospechó nada?, ¿por qué nadie me solicitó entrar en mi casa? Hubieran visto una joya dormida, un tesoro caído del cielo para un hombre sin más pretensiones en la vida que el morir en soledad. ¿Por qué nadie osó en involucrarme?,¿por qué nadie investigó mis vagas declaraciones?, ¿por mi aparente carácter?, ¿por qué...? Nadie, nada, aunque por las noches se siguen oyendo llantos en las márgenes del río, y es que todavía es pronto para borrar sus iniciales recuerdos.
José Daniel
03-03-05
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