domingo, enero 23, 2005

Mimos de baqueta

Estábamos todas maquilladas esperando el toque de diana para que nuestros hombres nos acariciaran una vez más. Había sido una noche intranquila y extraña: los murmullos de las compañeras no cesaron con la última oración como otras veces, nadie exigió silencio. Las horas iban cayendo entre las bromas de las más descaradas y los malos augurios de otras.

Por algún motivo especial éramos concientes que nuestros dueños temporales habían cuidado con todo lujo de detalle el acicálate en la tarde anterior. Hubo mimos de baqueta con finos giros de cañón, engrase con aceite y gasoil de primera, paños de seda cubriendo y puliendo nuestros torsos, y por último, el beneplácito de las miradas superiores con guantes color blanco esperanza.
Todo esto, nos hacia presentir que algún acontecimiento fuera de lo común iba a transcurrir en las horas siguientes. No podía ser una entrega de despachos ni una jura de bandera porque se preparaba a conciencia a base de repetición y no era el lugar apropiado, y además, para esto, nos hubieran despachado con la frialdad y descortesía de siempre, dejando a más de una malherida. Tampoco podía ser una misión específica ni un ejercicio de tiro de los que frecuentemente realizábamos porque esto lo sabíamos de antemano con la previsión de servicios. Algo diferente nos aguardaba...
Sonó la corneta. La puerta se abrió. Las cadenas de nuestros dormitorios comenzaron a desplomarse. En fila india, nuestros hombres iban sacándonos al exterior. Lentamente el grupo formó.
Sentía cierto temblor en el hombro que me sujetaba y una fuerza inusitada agarraba mi caparazón. Me hacía daño pero aguantaba viendo que mis compañeras no se movían...
El sargento Estévez comenzó la liturgia mañanera con la marcialidad que le caracterizaba:
- ¡Firmes!, ¡Arrrrrr!, ¡descansoooooó!, ¡arrrrrr!. ¡Panda de inútiles, que se oiga el taconazo!. ¡Firmesssss!, ¡arrrrrr!, ¡sobre el hombrooooo!, ¡arrrrrrrr!....

Llevábamos media hora de instrucción cuando de pronto vi aparecer al Teniente Saldaña. Era un hombre de pocos amigos, terco y rencoroso, un ruin que se había ganado las estrellas a base de trabajos peculiares. El tema era tabú, estaba totalmente prohibido hablar de ello en los corrillos pero los bulos comentaban que una vez mató a dos prisioneros a cuchillo porque le habían despreciado un cigarro, y que después, cavó con sus propias manos una zanja cubriendo los cuerpos con cal viva. Yo le tenía respeto pero a la vez mucho asco; un sentimiento de rabia me embriagaba cada vez que nos dirigía o cuando por sus santos cojones nos castigaba jornadas enteras a pleno sol.

Las novedades fueron transmitidas por parte del sargento. El teniente sacó una cuartilla doblada, se la entregó para que la leyera:

- ¡Atended!, voy a leer una lista que contiene un grupo de hombres que deberán dirigirse al bunker de mando y ponerse a las órdenes del Teniente Saldaña.

El Sargento comenzó a nombrar un total de cien hombres, entre los cuales se encontraba mi adjudicatario. Podíamos pensar que era una suerte el habernos quitado de en medio, la instrucción era aburrida y siempre nos llevábamos algún que otro golpe no deseado. Había mucho desánimo entre nuestros hombres y mucha preocupación por las noticias que llegaban continuamente de nuestros aliados.
Misteriosos y sin hablar íbamos llegando al lugar de encuentro, nosotras cada vez más inquietas por los chismes y comentarios de la noche anterior:

- Seguro que marchamos hacía Faluya para apoyar a los americanos, - decía mi compañera.
- No puede ser, no podemos dejar nuestra base bajo mínimos. – comentaba otra.

Reunidos todos en formación, volvió a aparecer el Teniente con un gesto de preocupación en su rostro:

- ¡Soldados! - gritó-, os he llamado para comunicaros que por decisión del nuevo Gobierno volvemos a España.

Los rugidos de alegría hicieron callar por un momento los disparos que se oían en el exterior del acuartelamiento, pero eso..., eso es ya otra historia.

José Daniel


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