Cerré la puerta. La noche era gélida. El frío había aparecido sin previo aviso. Arranqué mi vehículo con cierta dificultad, no era problema del motor de arranque ni de los calentadores del gasoil, era el hielo que lo apresaba todo. Atrás dejaba mucho, atrás la dejaba a ella en un pequeño albergue. La tristeza se había apoderado de mi persona, helándome más si cabe. Era la primera vez que decidía quedarse junto a sus amigos, dejándome regresar a casa sin un beso de despedida. ¿Estaría en punto muerto nuestra relación? No, no lo creo. Yo siempre la he querido.
Esta reacción inesperada me extrañó mucho porque no tuvimos ninguna discusión previa. El intercambio de palabras había sido nulo durante toda la noche, noche especial para mí. Ella centró sus atenciones en agasajar y hacer reír a todos nuestros amigos, más suyos que míos. La celebración de mis veintiún años no estaba resultando como yo lo había imaginado. Todo se venía abajo. Mis esperanzas de amanecer entre sus brazos serían para otra ocasión, dormiría solo otra noche más.
La pequeña comarcal que conducía a mi pueblo se había convertido en una senda siniestra: curvas brillantes presagiaban una salida de vía inesperada, árboles disfrazados acechaban con sus ramas famélicas, un silbido de viento invernal interrumpía mis sentidos: ninguna estrella, ninguna luz. Cinco kilómetros bastaban, cinco eternos kilómetros para descansar tras la celebración de mi malogrado cumpleaños. Llegué roto a casa.
Un sueño lento me descubría, poco a poco, las últimas imágenes de mi despedida. Me sentía ebrio, cansado, profundamente cansado.
- ¿Dónde vas, Miguel?- me dijo agarrándome la mano-. ¿Dónde vas?, ¿no crees que ya es suficiente por hoy? Acércate a nosotros y para de beber de una vez. Mañana serán dichosos los ojos que te vean.
- Es la penúltima, te lo prometo – contesté entrecortado, dándole a continuación un beso en la mejilla.
La habitación estaba llena, la música era atronadora. Había muchos corrillos alrededor de las estufas, vasos en alto, risas, alboroto, la fiesta estaba tocando su fin. El calor me apresaba, debía ser el alcohol o la condensación del humo del tabaco que agobiaba mi cerebro. Me ahogaba. Me dispuse a marchar con mucho sigilo, no aguantaba más.
- Miguel, ni lo pienses. ¡Dame las llaves, por lo que más quieras, dame las llaves!
- ¿Qué crees, que no soy capaz de llegar a casa? Estoy en perfectas condiciones para conducir – le dije.
- Ya, ni de coña. Y, además, ya no te acuerdas que está todo preparado para pasar la noche en el albergue. ¿Qué van a decir nuestros amigos? Dime…- el rostro le estaba cambiando a un aspecto dictador.
- Yo no digo nada. Si tú te quieres quedar, ahí te quedas. Me largo, no los aguanto.
Ella sabía perfectamente que cuando decidía algo, por muy excéntrica que fuera la idea, siempre la ejecutaba, y aquella decisión estaba tomada. Cerré la puerta.
Me desperté sobresaltado, un sudor frío recorría mis mejillas. No recordaba cómo había llegado a mi cama, sentía un sabor avinagrado en la boca, la garganta agrietada. Encendí la luz, levanté la mirada, había vomitado en el suelo. “Otra vez, maldita sea, otra vez”, me dije. Eran las diez de la mañana, la resaca se reflejaba en mi rostro, el dolor en forma de puyas hirientes golpeaba toda mi cabeza. “Una ducha, sí, una ducha”, pensé.
El vapor empañó el espejo, pero no mis pensamientos. Debía volver al albergue, pedir, una vez más, perdón a Eva. Seguro que ellos, los que se habían quedado, no más de dieciocho, estarían durmiendo. Sería una buena forma de reconciliación: churritos calientes con chocolate para todos ellos. Sería la continuación de mi fiesta de cumpleaños.
Salí a la calle, el hielo cubría el auto, debíamos estar a menos cinco grados. Abrí la puerta y rasqué con un viejo cassette la luna delantera. Arranqué con cierta dificultad.
Mientras conducía mis remordimientos me comían, era mala conjugación el olor a fritanga con los sinsabores de una noche amarga. “Yo la quiero, pero no aprendo”, me repetía.
La carretera seguía frágil, era una auténtica pista de patinaje y me resultó muy difícil llegar al albergue. ¿Cómo pude haber llegado a mi casa?...
Allí estaban los coches aparcados, todos blancos, todos bajo el fuerte carámbano de la noche anterior. No se escuchaba ninguna voz, ningún penitente madrugador a la vista. La puerta estaba cerrada pero sin fechar por dentro, esto me alivió. Abrí…
Una bofetada de aire corrupto me echó para atrás. Entre todos los olores rancios lo pude distinguir: gas.
El silencio lo era todo: sólo se percibía un leve sonido de los calentadores en el ambiente. Una paz sepulcral se había adueñado de los muchos cuerpos diseminados por el suelo. Debajo de los sacos de dormir nadie se movía, ningún ronquido, ningún gesto soñoliento, nada. Todos dormían profundamente. Recorrí absorto la habitación presagiando el horror. Encontré el cuerpo de Eva inerte, su cara no denotaba malestar, todo lo contrario, su bella sonrisa, la misma que me enamoró, estaba dibujada en su rostro.
José Daniel.
Esta reacción inesperada me extrañó mucho porque no tuvimos ninguna discusión previa. El intercambio de palabras había sido nulo durante toda la noche, noche especial para mí. Ella centró sus atenciones en agasajar y hacer reír a todos nuestros amigos, más suyos que míos. La celebración de mis veintiún años no estaba resultando como yo lo había imaginado. Todo se venía abajo. Mis esperanzas de amanecer entre sus brazos serían para otra ocasión, dormiría solo otra noche más.
La pequeña comarcal que conducía a mi pueblo se había convertido en una senda siniestra: curvas brillantes presagiaban una salida de vía inesperada, árboles disfrazados acechaban con sus ramas famélicas, un silbido de viento invernal interrumpía mis sentidos: ninguna estrella, ninguna luz. Cinco kilómetros bastaban, cinco eternos kilómetros para descansar tras la celebración de mi malogrado cumpleaños. Llegué roto a casa.
Un sueño lento me descubría, poco a poco, las últimas imágenes de mi despedida. Me sentía ebrio, cansado, profundamente cansado.
- ¿Dónde vas, Miguel?- me dijo agarrándome la mano-. ¿Dónde vas?, ¿no crees que ya es suficiente por hoy? Acércate a nosotros y para de beber de una vez. Mañana serán dichosos los ojos que te vean.
- Es la penúltima, te lo prometo – contesté entrecortado, dándole a continuación un beso en la mejilla.
La habitación estaba llena, la música era atronadora. Había muchos corrillos alrededor de las estufas, vasos en alto, risas, alboroto, la fiesta estaba tocando su fin. El calor me apresaba, debía ser el alcohol o la condensación del humo del tabaco que agobiaba mi cerebro. Me ahogaba. Me dispuse a marchar con mucho sigilo, no aguantaba más.
- Miguel, ni lo pienses. ¡Dame las llaves, por lo que más quieras, dame las llaves!
- ¿Qué crees, que no soy capaz de llegar a casa? Estoy en perfectas condiciones para conducir – le dije.
- Ya, ni de coña. Y, además, ya no te acuerdas que está todo preparado para pasar la noche en el albergue. ¿Qué van a decir nuestros amigos? Dime…- el rostro le estaba cambiando a un aspecto dictador.
- Yo no digo nada. Si tú te quieres quedar, ahí te quedas. Me largo, no los aguanto.
Ella sabía perfectamente que cuando decidía algo, por muy excéntrica que fuera la idea, siempre la ejecutaba, y aquella decisión estaba tomada. Cerré la puerta.
Me desperté sobresaltado, un sudor frío recorría mis mejillas. No recordaba cómo había llegado a mi cama, sentía un sabor avinagrado en la boca, la garganta agrietada. Encendí la luz, levanté la mirada, había vomitado en el suelo. “Otra vez, maldita sea, otra vez”, me dije. Eran las diez de la mañana, la resaca se reflejaba en mi rostro, el dolor en forma de puyas hirientes golpeaba toda mi cabeza. “Una ducha, sí, una ducha”, pensé.
El vapor empañó el espejo, pero no mis pensamientos. Debía volver al albergue, pedir, una vez más, perdón a Eva. Seguro que ellos, los que se habían quedado, no más de dieciocho, estarían durmiendo. Sería una buena forma de reconciliación: churritos calientes con chocolate para todos ellos. Sería la continuación de mi fiesta de cumpleaños.
Salí a la calle, el hielo cubría el auto, debíamos estar a menos cinco grados. Abrí la puerta y rasqué con un viejo cassette la luna delantera. Arranqué con cierta dificultad.
Mientras conducía mis remordimientos me comían, era mala conjugación el olor a fritanga con los sinsabores de una noche amarga. “Yo la quiero, pero no aprendo”, me repetía.
La carretera seguía frágil, era una auténtica pista de patinaje y me resultó muy difícil llegar al albergue. ¿Cómo pude haber llegado a mi casa?...
Allí estaban los coches aparcados, todos blancos, todos bajo el fuerte carámbano de la noche anterior. No se escuchaba ninguna voz, ningún penitente madrugador a la vista. La puerta estaba cerrada pero sin fechar por dentro, esto me alivió. Abrí…
Una bofetada de aire corrupto me echó para atrás. Entre todos los olores rancios lo pude distinguir: gas.
El silencio lo era todo: sólo se percibía un leve sonido de los calentadores en el ambiente. Una paz sepulcral se había adueñado de los muchos cuerpos diseminados por el suelo. Debajo de los sacos de dormir nadie se movía, ningún ronquido, ningún gesto soñoliento, nada. Todos dormían profundamente. Recorrí absorto la habitación presagiando el horror. Encontré el cuerpo de Eva inerte, su cara no denotaba malestar, todo lo contrario, su bella sonrisa, la misma que me enamoró, estaba dibujada en su rostro.
José Daniel.
1 comentario:
Un relato que recorre un camino primero de luz para luego sumergirnos en la sombra de lo terrible...ays!! me has dejado entre escalofrios...
Muy bueno el final inesperado...
¡Felicidades JDPalma...!
¡¡Cariñoso abrazo!!
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